Marinero1
por Virginia Aranda Jan
Dedicada a mi amigo marinero
Introducción: El pueblo, la hacienda y la familia Cruz
1862 fue un año normal para el mundo. El 10 de febrero,
Benito Juárez firmó el Convenio de Soledad y suspende la acción militar contra
Francia, España y Reino Unido; 5 de mayo, Ignacio Zaragoza derrotó a las tropas
intervencionistas francesas; en el mundo, el 5 de febrero de 1862, Alejandro
Juan Cuza proclamó la unión de Valaquia y Moldavia; 10 de noviembre, se estrenó
“La fuerza del destino” de Giuseppe Verdi. En Acamapixtla, 1862 significó hambruna
y un año de grandes pérdidas para la familia Cruz.
Ocupando una parcela de unas pocas más de 20 hectáreas, a las
afueras del pueblo, allí, solemne, firme
y estática, se encontraba la hacienda Santa Cruz. Se erigían los muros de ésta, imposibles de
traspasar por cualquier humano si no fuese por el zaguán principal. La hacienda
estaba atravesada por dos ríos que nacían dentro de la propiedad, regaban todos los terrenos y permitían que
grandes árboles crecieran año con año. Por las mañanas la humedad de la tierra
se levantaba formando una fina capa de niebla. En el centro del latifundio, se
encontraba una “hippamane mancinella”
de agradable aroma y cuyo fruto era similar a la manzana, se alzaba hasta
alcanzar los 18 metros de altura. Nadie recuerda realmente el origen de ese
árbol pero éste fue elegido para ser plasmado, como símbolo, el escudo de la hacienda - era evidente que representaba
algo muy relevante-.
Don Jacinto estaba casado con doña Chila. Doña Chila era una mujer
de talla pequeña con piel blanca; tan blanca que a la más mínima exposición al
sol se curtía, tornándose a un color rosa encendido. De tal forma que, doña
Chila siempre se veía chapeada. Don Jacinto y doña Chila se conocían de toda la
vida, como si siempre hubieran estado enamorados. Al año de haberse casado,
nació Margarita, cuatro años después nació Eleuteria y un año más tarde nació
la hermosa Ignacia. Eran, como se dice, una familia feliz.
La hacienda había sido heredada a don Jacinto casi 30 años antes,
cuando don Gregorio, padre de éste, por causa de escorbuto, falleció. Don
Gregorio que fue un hombre muy afortunado, construyó una de las haciendas más
prominentes de la zona. Primero iniciando un negocio para la manufactura de botones
para uniformes de todo el ejército de liberación y después prosperando en el
ámbito agrario. Por décadas, don Gregorio hizo crecer su patrimonio, más que
gradual, de forma exponencial. Al fallecer don Gregorio, heredó don Jacinto. Contrayendo
no sólo los compromisos de su padre sino sus grandes deudas y una de ellas el
cuidado de doña Manuela, la madre, quien había quedado ciega por una
inflamación años antes.
Acamapixtla que se había ido quedando sin los hombres del pueblo,
quienes empujados por la guerra civil habrían emigrado a formar parte de las
fuerzas liberales o participar en la industria carbonera, lo cual provocó que
el campo muriera lentamente. Solamente las haciendas que estaban bien cuidadas
por patrones como don Gregorio se mantenían firmes.
Acamapixtla se había convertido en un pueblo de mujeres y los
habitantes más viejos por lo que y no se veía gente andando, por ello la gente le
llamaba: Un “pueblo fantasma”. A las orillas, la hacienda se convirtió en
refugio de la familia Cruz y próximamente de más personas.
Desarrollo: Llegada inesperada
Era el 3 de mayo y como todos los atardeceres don Jacinto Cruz
daba su rondín por la periferia del predio. En la carretera rústica que llevaba
a la entrada principal, una vaca marrón caminaba. De pronto la vaca golpea el
muro del zaguán principal, don Jacinto se aproxima a la entrada: la vaca estaba
tirada muerta.
-¡Lucila!, llama a Elías que se traiga el remolque
y el machete, grita don Jacinto
Lucila que era la criada principal de la hacienda, salió
corriendo: ¡Elías! ¡Elías! Te llama el patrón, que traigas el machete y un
remolque. Elías acudió a donde se encontraba don Jacinto. Nunca entendieron la
locura de la vaca, pero eso si, decidieron aprovecharla de la cabeza a la cola.
Casi un mes después, una mañana una mujer de aspecto áspero, con la
cara sucia, los ojos tristes y la piel manchada por el sol, se acercó al zaguán
de la entrada de la hacienda de don Jacinto:
- ¡Ayuda! ¡Ayuda!
Don Jacinto, quien se encontraba en el momento cercano al zaguán,
se acercó expeditamente al llamado.
-¡¿Qué tiene señora?! ¡¿Qué necesita?!
-Por favor, ayúdeme – exclamaba la señora
-¿Cuál es su nombre?
-Me llamo Josefina Pérez, por favor ayúdeme,
necesito un lugar dónde dormir. ¿Tiene trabajo que ofrecerme?
-¡Lucila! Llama a la Señora, ¡que venga!...
corre
En la cocina de la hacienda, se encontraban doña Manuela con las
niñas Margarita, Eleuteria e Ignacia haciendo los preparativos para la comida
de ese mismo día. Doña Chila molía el maíz para hacer las tortillas, mientras
el olor de la cebolla invadía el recinto. El ambiente era fresco y desde la ventana se
observaban la nubes y el cielo azul inmenso completamente despejado. Era una
mañana hermosa.
Pero abruptamente Lucila las interrumpió: ¡Doña Chila!, hay una
mujer en el zaguán que busca trabajo, le llama don Jacinto. Doña Chila con un
suspiro pero ecuánime dejó el mandil y decidió acercarse a la entrada principal
de la hacienda.
Durante un corto tiempo de deliberación don Jacinto y doña Chila decidieron
que darían hospedaje a Josefina, Catalino y la pequeña Benita, quienes esa mañana
habrían pedido desesperadamente la ayuda de don Jacinto. A partir de entonces,
la presencia de Josefina, Catalino y Benita no fue ajena en la hacienda.
Josefina era una mujer cercana a los 60 años, se habría dedicado por más de
tres cuartos de su vida a las labores agrícolas; pero ahora vendía verduras en
el mercado. Tenía una vida bastante complicada; se levantaba a las cuatro de la
madrugada; caminaba cosa más de un kilómetro diario para poder recoger las
verduras que llevaría al pueblo a vender. Apenas le daba tiempo de dejar listo
el desayuno para Catalino su hijo de 36 años y la pequeña Benita, su nieta, de
escasos tres años. A su vez, Catalino
trabajaba en las fábricas de carbón; se desplazaba al menos cinco horas todos
los días; regresaba borracho sin ganas de hacer nada más. ¿Y Benita? No había más
remedio que dejarla todo el día dentro del cuarto que don Jacinto y doña Chila
amablemente les habían dejado usar sin cobrarles un peso.
Ante esta realidad, no había mucho que hacer. Tenerlos allí,
habría sido un gesto de infinita
amabilidad por parte de los dueños de la hacienda Santa Cruz. De tanto en
tanto, doña Chila y las niñas procuraban asomarse a ver que Benita se
encontrara bien.
Así transcurrieron cinco meses.
Desenlace: Las pérdidas
Un noche lluviosa, de esos días que se complica mucho salir a
jugar, las niñas Margarita, Eleuteria e Ignacia se encontraban en el pasillo
principal de la casona de la hacienda. Los relámpagos ocasionaron que la luz
estuviera intermitente. Se alcanzaba a escuchar la lluvia y el golpeteo
constante de las gotas de agua sobre la techumbre de lámina. El sonido distinto
a causar miedo en las niñas generaba una sensación de arrullo. Lucila, la
criada, observó que Margarita y Eleuteria se habrían quedado dormidas jugando.
Las cogió entre los brazos y se llevo una por una a las habitaciones para
descansar, sin embargo, Ignacia permaneció allí sentada en el pasillo un poco más
de tiempo.
Lucila regresó y observó a Ignacia quien hacia unas pequeñas
muecas, parecía como si estuviese platicando con alguien. Lucila claramente
apreciaba dos vocecillas. Se apresuró a acercarse pues era muy difícil de
divisar entre la oscuridad si Ignacia, en efecto, se encontraba sola o con
alguien más: ¡Ignacia!, Vamos, tienes que dormir ya.
Se incorporó con Ignacia en brazos y al girar la cabeza divisa al
final en la puerta más cercana una figurita de poco más de 70 cm girada viendo
a la pared y una risilla: ¡Jijijijiji! Confundida Lucila pensó que alguna de
las niñas se había levantado. Lucila sintiendo un frio turbador, apretó a
Ignacia aún más contra su pecho, cerró los ojos fuertemente y respiró. No podía
moverse. Pasados unos segundos abrió los ojos y percibió que la sombra había
desaparecido. Lucila, nunca comentó lo sucedido.
Durante la noche de 3 de Octubre de 1862, la niña Margarita se
puso grave, su piel intoxicada presentaba quemaduras y ampollas. Tras toda la
noche de una fiebre elevada, Margarita perdió la batalla. La familia sumergida
en una profunda tristeza no tuvo más remedio que sepultarla, el único consuelo
entonces para don Jacinto fue dedicarse enteramente a la hacienda olvidándose
por completo de la existencia de Eleuteria e Ignacia, sus otras hijas.
Con el tiempo, se recobraron las actividades cotidianas de la
hacienda Santa Cruz. Josefina, que era menos huraña con la familia, apoyaba un
poco más en el cuidado de doña Manuela. Josefina mientras atendía a doña
Manuela, observaba a Benita jugar en los jardines centrales del latifundio. Aunque
era una actividad regular los fines de semana, inexplicablemente una mañana
cuando tocaba atender a doña Manuela, Josefina no apareció más. Benita tampoco
estaba en el cuarto y de Catalino no se volvió a saber. Es como si el polvo se
los hubiera llevado y la hacienda se sumergía cada vez más en el misterio.
Un buen día, después de una jornada laboral intensa don Jacinto se
encontraba cerrando la puerta del zaguán, cuando con la poca iluminación que le
proporcionaba un quinqué empezó a sentir que su cuerpo se estremecía y se
enfriaba inexplicablemente. Con las manos frías y sintiendo entumidos los pies,
empezó a respirar profundamente por la boca. Pero ¿Por qué? No había ninguna
razón aparente para sentirse así. Un minuto después parpadeo y giro el torso,
iluminando apenas el cuarto donde se hospedaban Josefina, Catalino y Benita. La
poca luz iluminó una silueta. De repente, don Jacinto sitió vértigo.
¡Ay, que frio!..... Parecía
pérdida; parada en la puerta de la habitación giraba la cabeza para un lado
para otro, no decía nada; en un palpitar se quedó viendo fijamente a don
Jacinto y pestañeó. Don Jacinto estremecido, no tuvo más que soltar el quinqué
y éste explotó contra el suelo: Chila! Chila! Y calló desvanecido.
-Llevaba un traje de marinero, en la mano
tenía un objeto, entre el destello de la poca luz, era muy difícil de
identificar que era. Sus dedos, dejaban pasar una pequeña luz. Tengo estos
detalles tan presentes pero me sentía turbado no creía lo que mis ojos veían confundidos
por la sombra temblorosa de mis propias pestañas cuando volteé esa diminuta
figura se había desvanecido.
- ¡¿Quién era?! ¿No viste a alguien más?,
exclamó doña Chila.
-¡Nadie! Imposible brincarse los muros de
la hacienda- afirmó don Jacinto.
Ya era Noviembre. Era costumbre de la familia que una semana antes
se iniciaban los preparativos para las ofrendas y se necesitaban construir los
altares como todos los años. El mejor lugar para ubicar el altar era justo a la
entrada de la hacienda, efectivamente donde se encontraba aquel cuartillo que
había sido habitado ya por más de una familia. Don Jacinto se dirigió al mismo
y dispuesto a limpiarlo. En el centro de la habitación, se encontró una maleta.
Vacilante, intentó dirigirse a la puerta pero un suspiro lo forzaba a regresar
hacia la maleta. Una fuerza oculta lo hacía tragar saliva. Casi de inmediato
sintió la misma sensación de vaivén.
Con toda la torpeza del mundo, decidió abrir la maleta, su mirada
se quedó petrificada al ver una fotografía al interior: ¡Benita, vestida de
marinero con su muñeca de trapo!. Don Jacinto entendió que Benita había muerto
y lo que su alma sabía muy bien, por ingenua y obediente, era permanecer en el
cuarto hasta el regreso de Josefina y Catalino.
Benita estaba perdida y habría regresado a casa.
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Era ya casi finales de 1883 cuando me dieron el encargo de derrumbar
la hacienda, esa misma hacienda que majestuosamente se habría erigido durante
tanto tiempo. Al abrir el zaguán, en el centro observé un “hippamane mancinella” también conocida como el “árbol de la
muerte”. Este hermoso y enigmático árbol cuyos frutos parecen manzanas, en
realidad es bastante tóxico para el hombre.
Decidí entonces mejor desde lejos provocar un incendio, pensé:
Éste árbol ya cobró más de alguna vida. Y suspiré. Yo sabía, que el árbol con
más de 18 metros de altura ocultaba un gran secreto: era mortal para los seres
humanos; los cegaba y los intoxicaba hasta la muerte causando un síndrome
también conocido como “la vaca loca”.
Me despedí del señor Elías, que al momento vivía en una parcela
pequeña frente a la Hacienda. Y le expresé:
-¡Me voy señor Elías! No quisiera terminar
intoxicado también yo.
FIN.
Creado
el 11/04/16
comentario final en 2021: el riesgo es una construcción social
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