MARINERO - Radio Epicentro Blog

04 junio, 2021

MARINERO

 

 Marinero1

 

por Virginia Aranda Jan

Dedicada a mi amigo marinero



Introducción: El pueblo, la hacienda y la familia Cruz

 

1862 fue un año normal para el mundo. El 10 de febrero, Benito Juárez firmó el Convenio de Soledad y suspende la acción militar contra Francia, España y Reino Unido; 5 de mayo, Ignacio Zaragoza derrotó a las tropas intervencionistas francesas; en el mundo, el 5 de febrero de 1862, Alejandro Juan Cuza proclamó la unión de Valaquia y Moldavia; 10 de noviembre, se estrenó “La fuerza del destino” de Giuseppe Verdi. En Acamapixtla, 1862 significó hambruna y un año de grandes pérdidas para la familia Cruz.

 

Ocupando una parcela de unas pocas más de 20 hectáreas, a las afueras del pueblo,  allí, solemne, firme y estática, se encontraba la hacienda Santa Cruz.  Se erigían los muros de ésta, imposibles de traspasar por cualquier humano si no fuese por el zaguán principal. La hacienda estaba atravesada por dos ríos que nacían dentro de la propiedad,  regaban todos los terrenos y permitían que grandes árboles crecieran año con año. Por las mañanas la humedad de la tierra se levantaba formando una fina capa de niebla. En el centro del latifundio, se encontraba una “hippamane mancinella” de agradable aroma y cuyo fruto era similar a la manzana, se alzaba hasta alcanzar los 18 metros de altura. Nadie recuerda realmente el origen de ese árbol pero éste fue elegido para ser plasmado, como símbolo,  el escudo de la hacienda - era evidente que representaba algo muy relevante-.

 

Don Jacinto estaba casado con doña Chila. Doña Chila era una mujer de talla pequeña con piel blanca; tan blanca que a la más mínima exposición al sol se curtía, tornándose a un color rosa encendido. De tal forma que, doña Chila siempre se veía chapeada. Don Jacinto y doña Chila se conocían de toda la vida, como si siempre hubieran estado enamorados. Al año de haberse casado, nació Margarita, cuatro años después nació Eleuteria y un año más tarde nació la hermosa Ignacia. Eran, como se dice, una familia feliz.

 

La hacienda había sido heredada a don Jacinto casi 30 años antes, cuando don Gregorio, padre de éste, por causa de escorbuto, falleció. Don Gregorio que fue un hombre muy afortunado, construyó una de las haciendas más prominentes de la zona. Primero iniciando un negocio para la manufactura de botones para uniformes de todo el ejército de liberación y después prosperando en el ámbito agrario. Por décadas, don Gregorio hizo crecer su patrimonio, más que gradual, de forma exponencial. Al fallecer don Gregorio, heredó don Jacinto. Contrayendo no sólo los compromisos de su padre sino sus grandes deudas y una de ellas el cuidado de doña Manuela, la madre, quien había quedado ciega por una inflamación años antes.

 

Acamapixtla que se había ido quedando sin los hombres del pueblo, quienes empujados por la guerra civil habrían emigrado a formar parte de las fuerzas liberales o participar en la industria carbonera, lo cual provocó que el campo muriera lentamente. Solamente las haciendas que estaban bien cuidadas por patrones como don Gregorio se mantenían firmes.

 

Acamapixtla se había convertido en un pueblo de mujeres y los habitantes más viejos por lo que y no se veía gente andando, por ello la gente le llamaba: Un “pueblo fantasma”. A las orillas, la hacienda se convirtió en refugio de la familia Cruz y próximamente de más personas.

 

Desarrollo: Llegada inesperada

 

Era el 3 de mayo y como todos los atardeceres don Jacinto Cruz daba su rondín por la periferia del predio. En la carretera rústica que llevaba a la entrada principal, una vaca marrón caminaba. De pronto la vaca golpea el muro del zaguán principal, don Jacinto se aproxima a la entrada: la vaca estaba tirada muerta.

 

-¡Lucila!, llama a Elías que se traiga el remolque y el machete, grita don Jacinto

 

Lucila que era la criada principal de la hacienda, salió corriendo: ¡Elías! ¡Elías! Te llama el patrón, que traigas el machete y un remolque. Elías acudió a donde se encontraba don Jacinto. Nunca entendieron la locura de la vaca, pero eso si, decidieron aprovecharla de la cabeza a la cola.

 

Casi un mes después, una mañana una mujer de aspecto áspero, con la cara sucia, los ojos tristes y la piel manchada por el sol, se acercó al zaguán de la entrada de la hacienda de don Jacinto:

 

- ¡Ayuda! ¡Ayuda!

 

Don Jacinto, quien se encontraba en el momento cercano al zaguán, se acercó expeditamente al llamado.

 

-¡¿Qué tiene señora?! ¡¿Qué necesita?!

-Por favor, ayúdeme – exclamaba la señora

-¿Cuál es su nombre?

-Me llamo Josefina Pérez, por favor ayúdeme, necesito un lugar dónde dormir. ¿Tiene trabajo que ofrecerme?

-¡Lucila! Llama a la Señora, ¡que venga!... corre

 

En la cocina de la hacienda, se encontraban doña Manuela con las niñas Margarita, Eleuteria e Ignacia haciendo los preparativos para la comida de ese mismo día. Doña Chila molía el maíz para hacer las tortillas, mientras el olor de la cebolla invadía el recinto.  El ambiente era fresco y desde la ventana se observaban la nubes y el cielo azul inmenso completamente despejado. Era una mañana hermosa.

 

Pero abruptamente Lucila las interrumpió: ¡Doña Chila!, hay una mujer en el zaguán que busca trabajo, le llama don Jacinto. Doña Chila con un suspiro pero ecuánime dejó el mandil y decidió acercarse a la entrada principal de la hacienda.

 

Durante un corto tiempo de deliberación don Jacinto y doña Chila decidieron que darían hospedaje a Josefina, Catalino y la pequeña Benita, quienes esa mañana habrían pedido desesperadamente la ayuda de don Jacinto. A partir de entonces, la presencia de Josefina, Catalino y Benita no fue ajena en la hacienda.

 

Josefina era una mujer cercana a  los 60 años, se habría dedicado por más de tres cuartos de su vida a las labores agrícolas; pero ahora vendía verduras en el mercado. Tenía una vida bastante complicada; se levantaba a las cuatro de la madrugada; caminaba cosa más de un kilómetro diario para poder recoger las verduras que llevaría al pueblo a vender. Apenas le daba tiempo de dejar listo el desayuno para Catalino su hijo de 36 años y la pequeña Benita, su nieta, de escasos tres años.  A su vez, Catalino trabajaba en las fábricas de carbón; se desplazaba al menos cinco horas todos los días; regresaba borracho sin ganas de hacer nada más. ¿Y Benita? No había más remedio que dejarla todo el día dentro del cuarto que don Jacinto y doña Chila amablemente les habían dejado usar sin cobrarles un peso.

 

Ante esta realidad, no había mucho que hacer. Tenerlos allí, habría sido un gesto de  infinita amabilidad por parte de los dueños de la hacienda Santa Cruz. De tanto en tanto, doña Chila y las niñas procuraban asomarse a ver que Benita se encontrara bien.

 

Así transcurrieron cinco meses.

 

Desenlace: Las pérdidas

 

Un noche lluviosa, de esos días que se complica mucho salir a jugar, las niñas Margarita, Eleuteria e Ignacia se encontraban en el pasillo principal de la casona de la hacienda. Los relámpagos ocasionaron que la luz estuviera intermitente. Se alcanzaba a escuchar la lluvia y el golpeteo constante de las gotas de agua sobre la techumbre de lámina. El sonido distinto a causar miedo en las niñas generaba una sensación de arrullo. Lucila, la criada, observó que Margarita y Eleuteria se habrían quedado dormidas jugando. Las cogió entre los brazos y se llevo una por una a las habitaciones para descansar, sin embargo, Ignacia permaneció allí sentada en el pasillo un poco más de tiempo.

 

Lucila regresó y observó a Ignacia quien hacia unas pequeñas muecas, parecía como si estuviese platicando con alguien. Lucila claramente apreciaba dos vocecillas. Se apresuró a acercarse pues era muy difícil de divisar entre la oscuridad si Ignacia, en efecto, se encontraba sola o con alguien más: ¡Ignacia!, Vamos, tienes que dormir ya.

 

Se incorporó con Ignacia en brazos y al girar la cabeza divisa al final en la puerta más cercana una figurita de poco más de 70 cm girada viendo a la pared y una risilla: ¡Jijijijiji! Confundida Lucila pensó que alguna de las niñas se había levantado. Lucila sintiendo un frio turbador, apretó a Ignacia aún más contra su pecho, cerró los ojos fuertemente y respiró. No podía moverse. Pasados unos segundos abrió los ojos y percibió que la sombra había desaparecido. Lucila, nunca comentó lo sucedido.

 

Durante la noche de 3 de Octubre de 1862, la niña Margarita se puso grave, su piel intoxicada presentaba quemaduras y ampollas. Tras toda la noche de una fiebre elevada, Margarita perdió la batalla. La familia sumergida en una profunda tristeza no tuvo más remedio que sepultarla, el único consuelo entonces para don Jacinto fue dedicarse enteramente a la hacienda olvidándose por completo de la existencia de Eleuteria e Ignacia, sus otras hijas.

 

Con el tiempo, se recobraron las actividades cotidianas de la hacienda Santa Cruz. Josefina, que era menos huraña con la familia, apoyaba un poco más en el cuidado de doña Manuela. Josefina mientras atendía a doña Manuela, observaba a Benita jugar en los jardines centrales del latifundio. Aunque era una actividad regular los fines de semana, inexplicablemente una mañana cuando tocaba atender a doña Manuela, Josefina no apareció más. Benita tampoco estaba en el cuarto y de Catalino no se volvió a saber. Es como si el polvo se los hubiera llevado y la hacienda se sumergía cada vez más en el misterio.

 

Un buen día, después de una jornada laboral intensa don Jacinto se encontraba cerrando la puerta del zaguán, cuando con la poca iluminación que le proporcionaba un quinqué empezó a sentir que su cuerpo se estremecía y se enfriaba inexplicablemente. Con las manos frías y sintiendo entumidos los pies, empezó a respirar profundamente por la boca. Pero ¿Por qué? No había ninguna razón aparente para sentirse así. Un minuto después parpadeo y giro el torso, iluminando apenas el cuarto donde se hospedaban Josefina, Catalino y Benita. La poca luz iluminó una silueta. De repente, don Jacinto sitió vértigo.

 

¡Ay,  que frio!..... Parecía pérdida; parada en la puerta de la habitación giraba la cabeza para un lado para otro, no decía nada; en un palpitar se quedó viendo fijamente a don Jacinto y pestañeó. Don Jacinto estremecido, no tuvo más que soltar el quinqué y éste explotó contra el suelo: Chila! Chila! Y calló desvanecido.

 

-Llevaba un traje de marinero, en la mano tenía un objeto, entre el destello de la poca luz, era muy difícil de identificar que era. Sus dedos, dejaban pasar una pequeña luz. Tengo estos detalles tan presentes pero me sentía turbado no creía lo que mis ojos veían confundidos por la sombra temblorosa de mis propias pestañas cuando volteé esa diminuta figura se había desvanecido.

- ¡¿Quién era?! ¿No viste a alguien más?, exclamó doña Chila.

-¡Nadie! Imposible brincarse los muros de la hacienda- afirmó don Jacinto.

 

Ya era Noviembre. Era costumbre de la familia que una semana antes se iniciaban los preparativos para las ofrendas y se necesitaban construir los altares como todos los años. El mejor lugar para ubicar el altar era justo a la entrada de la hacienda, efectivamente donde se encontraba aquel cuartillo que había sido habitado ya por más de una familia. Don Jacinto se dirigió al mismo y dispuesto a limpiarlo. En el centro de la habitación, se encontró una maleta. Vacilante, intentó dirigirse a la puerta pero un suspiro lo forzaba a regresar hacia la maleta. Una fuerza oculta lo hacía tragar saliva. Casi de inmediato sintió la misma sensación de vaivén.

 

Con toda la torpeza del mundo, decidió abrir la maleta, su mirada se quedó petrificada al ver una fotografía al interior: ¡Benita, vestida de marinero con su muñeca de trapo!. Don Jacinto entendió que Benita había muerto y lo que su alma sabía muy bien, por ingenua y obediente, era permanecer en el cuarto hasta el regreso de Josefina y Catalino.

 

Benita estaba perdida y habría regresado a casa.

 

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Era ya casi finales de 1883 cuando me dieron el encargo de derrumbar la hacienda, esa misma hacienda que majestuosamente se habría erigido durante tanto tiempo. Al abrir el zaguán, en el centro observé un “hippamane mancinella” también conocida como el “árbol de la muerte”. Este hermoso y enigmático árbol cuyos frutos parecen manzanas, en realidad es bastante tóxico para el hombre.

 

Decidí entonces mejor desde lejos provocar un incendio, pensé: Éste árbol ya cobró más de alguna vida. Y suspiré. Yo sabía, que el árbol con más de 18 metros de altura ocultaba un gran secreto: era mortal para los seres humanos; los cegaba y los intoxicaba hasta la muerte causando un síndrome también conocido como “la vaca loca”.

 

Me despedí del señor Elías, que al momento vivía en una parcela pequeña frente a la Hacienda. Y le expresé:

 

-¡Me voy señor Elías! No quisiera terminar intoxicado también yo.

 

FIN.

 

 

 

 

 

 

 

Creado el 11/04/16

 

comentario final en 2021: el riesgo es una construcción social


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