Cuando el fantasma toca la puerta: La influenza de 1918-19 en Venezuela
Rogelio Altez
Publicado el 20 de marzo de 2020 en Prodavinci
El 26 de noviembre de 1918 el Dr. Luis Razetti firmaba una
lista de recomendaciones para prevenir el rebrote de la epidemia de gripe que azotaba
al país. Entre esa fecha y el 28 de octubre anterior, solo en Caracas, el virus
se había cobrado 1.665 vidas. En el momento más álgido, entre el 1 y el 5 de
noviembre, fallecieron 542 personas en la ciudad. La situación era crítica. Los
sepultureros trabajaban día y noche. Las visitas al cementerio fueron
prohibidas y las iglesias cerradas; ya no se hacían velorios para evitar aglomeraciones.
La madera para fabricar urnas se acabó y eventualmente se enterraba a los
muertos envueltos en su propia hamaca o amortajados con la ropa de cama, cuando
la tenían. En la carpintería de la esquina de La Palma, donde se fabricaban
ataúdes, apenas podían responder a la demanda, y cuando lograban terminar uno,
era cargado en los vehículos destinados al efecto por la Junta de Socorros que
el gobierno conformó ante el problema. Para facilitar el traslado de los
cadáveres, la Junta compró un camión, dispuso de otro que era propiedad de la
policía, contrató uno más, y se asoció con la funeraria La Equitativa Nacional
para agilizar el asunto. Solo en camiones fue posible llevar tantos cadáveres.
En el Cementerio General del Sur, según lo informó la Junta
de Socorros, no se contaba con personal para atender la emergencia. A comienzos
de noviembre de ese año, y ante un crecido número de cadáveres insepultos, contrataron
hasta 62 enterradores de ocasión. Cavaron fosas individuales a paso acelerado,
y también se abrió “una fosa grande”, según lo comunicó el Arzobispo,
presidente de la Junta de Socorros. Todo parece indicar que esa fosa, así como
los enterramientos de personas “no pudientes” cubiertos por la Junta, se
llevaron a cabo en el Cuerpo 6º, Sección 1ª Sur del cementerio, lugar que con
el tiempo ha sido identificado como “Peste Vieja”; el actual nombre “La Peste”
se lo ganó otra terraza, la más alejada del recinto, donde van a dar los
cuerpos no identificados, o los que se quieren ocultar para siempre, como los
que se hallaron en las fosas comunes del Caracazo.
En otros lugares del país la labor con los muertos de la
epidemia no resultó tan sistemática. En Maracaibo los llevaban en el único carro
disponible para traslados al cementerio dentro de un mismo ataúd, que iba y
volvía a la sazón, como el carro. Eran enterrados en una sola fosa hasta tres
cuerpos, y en el caso de los indígenas, apenas se sepultaban al ras de la
tierra y se envolvían en sábanas, o se abandonaban en campo abierto. Allá fue
creada una Liga Sanitaria para atender la emergencia, se prohibieron las
reuniones públicas y se cerraron los comercios. En algunas esquinas de la ciudad
se encendían fogatas para espantar “las miasmas”, en un intento de repeler la
enfermedad. La Caribbean Oil Company regalaba petróleo para el caso, en medio
de un estado de ánimo abatido en extremo. Ése fue el único año en que la Virgen
de la Chiquinquirá no salió en procesión.
La Junta de Socorros de Caracas, presidida por el arzobispo
Felipe Rincón González, estaba integrada por Santiago Vegas y el presbítero
Rafael Lovera, encargados de los enterramientos y de las disposiciones en el
cementerio; los médicos Luis Razetti, Rafael Requena y Francisco Antonio
Rísquez, quienes coordinaban los hospitales dedicados a la atención de los
contagios ubicados en la esquina de Castán, en La Pastora y en San Juan, al
lado de la iglesia; Luis Alvarado manejaba el servicio de desinfección en las
calles al frente de vehículos armados con pipas cargadas de abundante creolina;
J. M. Herrera Mendoza y Héctor Pérez Dupuy administraban los almacenes de
víveres, y también funcionaban como tesoreros de la Junta; el almacén de medicinas
estaba a cargo de Pedro Manuel Ruiz, junto a los médicos mencionados. Vicente
Lecuna completaba el grupo, sin función conocida.
Todos ellos se esmeraron en hacer pública la información, y
para el caso se alcanzaban noticias y disposiciones en los impresos caraqueños
de la época, como El Nuevo Diario, El Universal, La Religión, e incluso en La
Epidemia Febril de Caracas, “periódico científico ocasional”. Se publicaron
artículos especializados, con estadísticas y debates sobre la epidemia, en la Gaceta Médica de Caracas, órgano de la
Academia Nacional de Medicina, y a partir de 1919 se comenzaron a editar los Anales de la Dirección de Sanidad Nacional,
de aparición trimestral, en donde se divulgaban datos de alta precisión sobre
todas las enfermedades y sus afecciones a nivel nacional. Fue un contexto
crítico, pero de gran estímulo hacia la organización científica de la salud
pública.
La situación más allá de Caracas no resultaba tan
auspiciosa. Por ejemplo, el Hospital Municipal y el Asilo de Puerto Cabello colapsaron.
Frente al problema, las hermanas de San José de Tarbes prestaron su hospicio, y
la logia masónica “Independencia y Libertad” cedió su edificio para el caso. Se
habilitaron comedores populares, medida que tuvo lugar en casi todo el país, y
para fortuna de los porteños la Compañía de Carnes Congeladas colaboró con
alimentos. El cementerio municipal se quedó corto frente a los fallecimientos
masivos, y fue necesario habilitar uno provisional en la sabana de Santa Lucía,
donde se inhumaron hasta 620 griposos. La avanzada fatídica de la influenza fue
general.
Se estiman tres oleadas mundiales en el desplazamiento del
contagio. La primera, entre marzo y abril de 1918, impactando en Europa, Asia y
el norte de África; en julio llegó a Australia; y en octubre llega a México y
el resto de América Latina. Una vez que entra en Venezuela, se advierten tres
momentos decisivos: entre octubre y diciembre de 1918; entre enero y abril de
1919; y de allí hasta diciembre de ese año. El contagio llegó de fuera por los
puertos, desde luego, y se vehiculizó hacia el resto del territorio de la mano
del ferrocarril; pero las ciudades portuarias jugaron un papel determinante,
asimismo, para esparcir la epidemia por el resto del país. Desde La Guaira, por
ejemplo, el virus se trasladó a Cumaná, Puerto Cabello y Maracaibo, y entra por
el mismo camino en La Vela de Coro, Adícora, y Cumarebo. En el caso de las vías
terrestres, la escalada hacia lo interno del territorio tuvo otro ritmo, al
paso de trenes, caballos o a pie.
Las muertes por gripe se reportan desde octubre de 1918 en
La Guaira, Distrito Federal, Miranda, Puerto Cabello, Zulia, Cojedes, Falcón,
Anzoátegui, Bolívar y Lara (aquí, en realidad, comienza a ser crítico a partir
de enero de 1919). Aragua, Guárico, Mérida, Sucre y Nueva Esparta lo hacen a
partir de noviembre de 1918. Yaracuy se suma desde diciembre; Monagas, Trujillo
y Táchira en enero de 1919; Portuguesa, Apure y Barinas (entonces estado
Zamora), desde febrero de este año. El caso del estado Monagas es llamativo,
pues si bien hay reportes de fallecimientos entre enero y diciembre de 1919, su
afectación más rotunda vendrá en 1920, cuando se contaron hasta 800 muertes en
ese año por el contagio.
El total de fallecidos por la influenza entre octubre de
1918 y diciembre de 1919 en toda Venezuela fue de 23.318 personas, sobre una
población total que se estimaba en 2.362.977 habitantes, lo que representa
prácticamente el 1% de ese total. Estas cifras, repartidas en un año y tres
meses de contagio, son rescatadas de entre las publicaciones científicas de la
época, así como de los informes de la propia Junta de Socorros y otras fuentes.
No obstante, el gobierno de Juan Vicente Gómez, ante el descenso de los
fallecimientos en Caracas, finalizó la epidemia por decreto: el 30 de diciembre
de 1918 se decidió que, “constando por datos oficiales en este despacho que la
gripe aparece ya extinguida en esta capital”, quedaban derogadas todas las
medidas restrictivas que habían sido dictadas para evitar el contagio, entre ellas
la suspensión de clases, clausura de templos, teatros “y demás lugares de
concurrencia pública”. Todos los casos y fallecidos posteriores, de acuerdo con
este criterio, ya no formarían parte de la epidemia; por fortuna, sabemos de
ellos gracias a las publicaciones académicas.
La epidemia de influenza en esos años es el desastre de
muertes masivas de mayor impacto en la historia de Venezuela. A pesar de que
los medios de comunicación de la época algo habían advertido sobre la pandemia
en noticias esporádicas unos meses atrás, la violencia de la propagación y la
alta mortalidad azotó con gran estrago a la sociedad de entonces. El
desconocimiento del problema hizo que se hicieran búsquedas inútiles tras una
bacteria, cuando en realidad se estaba frente a un virus de gripe. Razetti, uno
de los más activos durante la crisis, afirmó con contundencia que “aquella
epidemia fue de gripe, y no de otra cosa”, en franca discusión con los
bacteriólogos del momento. Él mismo indicó que el porcentaje de contagios en
Caracas fue del 75% sobre la población de la ciudad, y en aquel mes fatídico
entre octubre y noviembre, la mortalidad, según sus cálculos, alcanzó el 1,9%
del total de enfermos. Esta es una tasa muy alta, y si se toma en cuenta la
velocidad del contagio se podrá notar la magnitud del impacto.
El virus de influenza H1N1, causante de la pandemia, parece
haber tenido origen entre los contingentes de soldados norteamericanos que se
sumaron a la Primera Guerra Mundial en 1917, cuando Estados Unidos decidió
apoyar a Francia en el conflicto. El contagio halló un medioambiente muy favorable
para su transmisión en las trincheras y campos de batalla. El hacinamiento
entre soldados, la insalubridad y las luchas cuerpo a cuerpo fueron un
acelerador notable de la propagación. De allí se trasladó rápidamente hacia
Alemania y España. No obstante, el virus fue más allá de los soldados, y al viajar
entre pueblos y ciudades se encontró con un mundo cuyas condiciones de vida
estaban muy lejos de ser las más saludables. Las ciudades europeas y
norteamericanas, en general, venían arrastrando el impacto de la
industrialización masiva e indiscriminada desde el siglo XIX, plagadas de
suciedad y con saneamientos insuficientes. La miseria, la desnutrición, y las viviendas
deplorables daban cuenta de una importante mayoría empobrecida en esos lugares.
Todo esto fue una autopista para los contagios.
Las condiciones de vida en las ciudades no industrializadas
del planeta no eran mejores. La pobreza, la precariedad material, la mala
alimentación, y la falta de aseo personal, contribuyeron decididamente con la
pandemia. Venezuela no fue la excepción, y la vida en las ciudades portuarias
resultaba el peor ejemplo. Diez años atrás, cuando tuvo lugar la epidemia de
peste bubónica, La Guaira fue uno de los sitios más golpeados, y entre las
medidas tomadas al respecto se sabe del incendio profiláctico de casas con
muertos por la enfermedad dentro de ellas, y quizás en algunos casos con
contagiados aún vivos, ya sin remedio ni salvación. A pesar de que la
salubridad era una preocupación pública desde finales del siglo XIX, la
realidad más íntima de la sociedad era tan tétrica como las enfermedades que
padecía.
La Junta de Socorros de 1918, no obstante, tenía muy clara
la situación, especialmente ante un virus que ya había demostrado su eficacia
en otras latitudes. “La experiencia ha demostrado que la profilaxia colectiva
contra la gripe es imposible y hasta ahora ningún servicio sanitario ha podido
impedir la importación de la enfermedad, ni detenerla en su marcha invasora a
través de los continentes”. Aun así, las medidas tomadas apuntaban a impedir el
contagio: “El papel del higienista se limita a aconsejar la profilaxia
individual, cuya expresión más cabal es el aislamiento, porque el contagio de
la gripe es siempre inter-humano”. Con todo, esta medida resultaba (y resulta)
muy difícil de generalizar, y Razetti lo sabía; por eso pensaba que ese
aislamiento era “cosa dificilísima, casi imposible en la práctica”.
Las medidas impuestas desde el gobierno, bajo sugerencia de
la Junta, eran tan elementales como asertivas: desinfección diaria de los
vehículos en las empresas de transporte (ferrocarriles, tranvías, coches y
automóviles); clausura de todos los eventos públicos (teatros, iglesias,
procesiones), así como las clases; denuncia obligatoria de cada caso nuevo; y
la principal de esas medidas, que hoy nos resulta muy cercana: evitar entrar en
contacto con pacientes infectados, “esta enfermedad no se transmite sino por el
contagio inter-humano, por intermedio del aire expirado, la tos, el estornudo y
los esputos de los enfermos”. A pesar de todo ello, la propia Junta era
escéptica: “La profilaxia pública es imposible, y la individual casi impotente”.
“La gripe se ha burlado siempre de los más formidables
cordones sanitarios”, sentenciaban con resignación. En circunstancial
coincidencia con las medidas de los médicos, pero con otros criterios, los
editores del periódico católico La
Religión atribuían la epidemia a causas propias de una vida social
impúdica, como el “afán inmoderado de divertirse”. No obstante, intuían
igualmente que “el aire viciado, la oscuridad y la humedad”, resultaban
factores determinantes en las enfermedades contagiosas. Se enfocaron en luchar
contra los microbios, “microscópicos enemigos del hombre” que se aprovechan de
esas condiciones. Se quejaban de la común opinión sobre las corrientes de aire
como causantes de enfermedades, y proponían que “la brisa siembre salud en vuestra
casa”, que “los niños jueguen al aire libre”, y que entre el sol a los hogares,
“no hay mejor destructor de los gérmenes que el sol”.
Los religiosos estaban describiendo las condiciones de vida
de los menos favorecidos. Oscuridad y aire viciado eran sinónimos de
hacinamiento y poco espacio, de viviendas sin mayor diseño ni objeto que el dar
techo a familias numerosas que excedían la capacidad de esos hogares tan pobres
como insalubres. “Dejad que andrajos y basura se apoderen de los rincones
oscuros de la casa, y ya podéis contratar al enterrador”. En su preocupación
por impartir hábitos de higiene no se escondía el razonamiento sobre una de las
causas más inevitables del contagio: el beso. “Entre las medidas profilácticas,
además de las ya publicadas, se debe apuntar la necesidad de suprimir el beso
de las mujeres”. Quizás por ello, muy probablemente, uno de los nombres con el
que se identificó a la influenza de entonces fue ése, la gripe del beso.
Para Razetti la gripe había sido el “mayor cataclismo” desde
el terremoto de 1812 y el cólera de 1855. “La muerte no hizo distinción en su
obra destructora y con el mismo aletazo trágico derribó al sabio y al gañán, a
la virgen y a la cortesana, al rico y al pobre, a la matrona distinguida y al
hombre eminente”. Desde entonces, con cada epidemia, con cada contagio, se
asoma el fantasma de aquella mortandad. Como todos los fantasmas, es tan
importante en presencia como en ausencia; asusta aunque no esté, y si está, es
aún más aterrador. Su recuerdo envuelve al planeta con un halo de oscuridad que
asoma desde cada tumba, cada fosa común, cada agonía sufrida en hospitales y
sitios de convalecencia. Es una guadaña que se arrastra con chirridos de dolor,
salpica el barro de trincheras malditas, y silba entre pulmones anquilosados.
De su paso por Venezuela queda una memoria borrosa. Es el
desastre de mayor impacto mortal y el menos estudiado. Quizás por no invocarlo
no se consulta. Como lo dijo el propio Razetti, incansable y crítico en
aquellas circunstancias, todos fueron estremecidos por tan implacable mal,
impotentes ante un enemigo invisible y fatal. De pronto el silencio ha servido
de conjuro; sin embargo, enterrar el pasado nunca ha sido solución, como
tampoco lo es convertirlo en monstruo o épica de las mentiras. Una pandemia es
un golpe mayor, pero nunca el final. La lucha de entonces viene de ejemplo,
gallarda en un mundo que poco entendía lo que estaba pasando. O se convierte al
pasado en lección, o volverá por nosotros, uno a uno. De aquella batalla “solo
quedó en pie, formidable como la muerte misma, para hacerle frente a la
crueldad del espantoso cataclismo y vencerlo, la inagotable filantropía de la
sociedad caraqueña”. En eso creyó Razetti, y de pronto hoy se vuelve profecía.
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